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La historia de la Labubu: el imperio que factura US$27.500 millones y tiene fanáticos como Rihanna y De Paul
Es, al mismo tiempo, una muñeca, un accesorio de moda, un artículo coleccionable y un objeto aspiracional.
Es algo que tienen en común Rihanna, Kim Kardashian, una superestrella del K-Pop, Rodrigo de Paul, y mi hija Julieta, de 9 años.
Las Labubus se han convertido en un boom global.
Se agotan apenas salen al mercado las nuevas ediciones, en Europa se han tenido que suspender las ventas por los disturbios ocasionados en las filas, hay decenas de miles de videos en TikTok con los unboxing. Algunas que originalmente salían alrededor de 30 dólares han llegado a valer 170.000 en la reventa.
Si usted nunca ha visto una Labubu, debe saber que se trata de unos muñecos de unos 20 centímetros de alto con cuerpo de peluche y cabeza de vinilo. Ojos muy grandes, ovalados y expresivos, orejas puntiagudas, nariz pequeña, y una ambigua sonrisa de exactos 9 dientes -hasta las versiones truchas tienen 9 dientes-: no sabemos si es una sonrisa simpática o algo malévola. El que las observa por primera vez no sabe si se trata de una muñeca tierna o siniestra.
Según sus creadores la describen en la web oficial, Labubu es “buena y siempre está dispuesta a ayudar, pero a menudo, sin querer, consigue lo contrario”. Pero no se trata más que de storytelling.
Rodrigo de Paul y Rihanna comparten su amor por el accesorio furor (Foto: Inter Miami / Daily Mail)
Quién es el creador de las Labubus y por qué tardaron tanto en convertirse en furor
Fueron creadas originalmente por el artista coreano Kasing Lung. Eran parte de un libro ilustrado y Labubu era uno de Los Monstruos.
Las muñecas Labubus salieron al mercado en 2019 como parte de una serie y sin demasiada expectativa. Era un producto más de los que se sacaban para el público infantojuvenil. Pop Mart, la empresa fabricante, no había depositado muchas ilusiones en ellas. Y en los primeros años no se equivocaron. Un camino lento y discreto. Hasta que en 2024 se produjo la explosión fenomenal.
Primero fue China, luego el resto del mercado asiático. Después, el mundo occidental.
Dicen que quien inició la tendencia fue Lisa, cantante K-pop e integrante de la banda Blackpink. Cada cosa que ella muestre en sus redes es consumida después con devoción por sus millones de fans. Zapatillas, ropa, teléfonos, restaurantes a los que concurre. En abril del 2024 publicó en Instagram varias imágenes junto a sus Labubus. Sus fans se encargaron del resto.
A partir de ese momento no se detuvo el fenómeno. Se esparció velozmente. Un contagio global.
Según la edición, las Labubus pueden salir entre 18 y 50 dólares. Pero después hace su trabajo el mercado, la ley de oferta y demanda. La desesperación de la gente por tenerlas es tal, que su precio en el mercado de la reventa se multiplica exponencialmente.
Las peleas que surgen en los lugares de venta física se deben a que algunos acaparan demasiadas para venderlas en sitios de internet a precios mucho más elevados que los originales. Agio y especulación en el mercado de las muñecas. La empresa debió suspender en más de una ocasión estas ventas en comercios y realizarlas totalmente a través de internet debido a los disturbios (en los que estuvieron involucrados dependientes, padres, niños y adolescentes).
No se hace demasiado sencillo explicar las causas de este éxito descomunal. No se trata de una idea revolucionaria ni del diseño más hermoso del mundo. Es más, al enfrentarse a ellas por primera vez, uno no sabe si son bellas, tiernas, insípidas o desagradables. No parecen memorables a primera vista.
Como suele ocurrir en estos casos se mezclan algunos factores racionales, con el efecto contagio, lo aspiracional, la sintonía con un público determinado y la propagación inmediata que realizan la web y las redes sociales que provoca en otros una necesidad de la que carecían, un deseo irrefrenable hacia ese objeto.
En las redes, por ejemplo, se encuentran diferentes videos que muestran a personas amuchadas, alrededor de una joven abriendo una caja de Labubu. Están ansiosos por saber cuál le tocó de toda la colección.
Uno de los motivos de intriga y seducción es que vienen en cajas cerradas y el comprador no se sabe con cuál de las Labubu se va a encontrar. Ahí en las blind boxes está una de las claves. Algunas muñecas son mucho más usuales que otras. Están también las figuritas difíciles del álbum: oscuros objetos del deseo de los coleccionistas.
La comparación con las figuritas parece razonable (más allá del precio). Porque uno no sabe qué viene dentro del paquete, porque existe el riesgo alto de que salgan repetidas (late, late, late) y porque se genera una pulsión por completar la colección. Otro factor parece ser el de la oportunidad; reemplazaron a las Sonny Angel, el anterior y breve furor de juguetes/accesorios. Pero las Labubus llegaron a lugares que antes no habían sido alcanzados por ningún juguete y menos a tanta velocidad.
Alguien explicó que en los consumidores se impuso el estilo Kawaii, que describe una estética infantil, naif, modos de escapar de la rutina no convencionales, que se alejan de lo solemne y del concepto de lo adulto.
Hace poco en su columna semanal, el escritor Rodrigo Fresán, después de confesarse coleccionista de algunos ítems a lo largo de su vida, trató de entender lo que está sucediendo con la creación de Pop Mart y habló de algo similar: “Los adultos están comprando más juguetes que nunca no porque quieran volver a ser niños, sino porque siente que así escapan de un mundo caótico y de futuro incierto. Son -así se los ha calificado- Kidults. Suerte mala de lost boys peterpánicos quienes -como sienten que se juega con ellos- se dicen que lo mejor es seguir jugando y no tener un juguete, sino que ese juguete te tenga y te contenga”.
Que su origen sea chino no generó en los países occidentales la preocupación que se podría haber supuesto a priori. “Es tan buen producto que a nadie parece importarle de dónde vienen”, dijo un experto estadounidense que probablemente tenga en su casa una hija embobada con estos monstruitos de 9 dientes.
Pop Mart extiende la franquicia todo lo que puede y aprovecha el impulso. No solo hay muchas ediciones distintas de Labubus, sino que otras criaturas de la serie Los Monstruos ya están en el mercado. Es evidente que pertenecen a la misma familia, tanto que las diferencias con la Labubu son muy escasas, son variaciones: los Zimomo (Labubu con cola), Mokoko (novia del anterior) o Tycoco (un esqueleto de Labubu).
Después hay Labubus para cada ocasión. Hay algunas asociadas a Coca Cola, otras recrean motivos artísticos y se venden en el Museo del Louvre.
También, Pop Mart procura obtener la mayor parte posible del negocio. No solo vende de manera directa a través de su web, sino que puso máquinas expendedoras en más de 30 países y creó unos roboshops que no necesitan de dependientes.
Pero la empresa no es la única que intenta monetizar el fenómeno. Cada semana en sitios de noticias de todo el mundo aparecen noticias de grandes decomisos de partidas enormes de Labubus truchas por valores de cientos de millones de dólares. Nadie quiere quedarse fuera del negocio.
Wan Ning, fundador de Pop Mart, superó en la lista de mayores fortunas de su país a Jack Ma, de Alibaba
En esta historia hay un gran ganador: Wan Ning, fundador de Pop Mart. Wan Ning, gracias al furor de las Labubus, se convirtió en hipermillonario. Es uno de los hombres más ricos de China (y del mundo). Superó en la lista de mayores fortunas de su país a Jack Ma, fundador de Alibaba. Forbes calcula su fortuna en 27.500 millones de dólares.
Hoy Pop Mart vale al menos tres veces más que Mattel y Hasbro, las grandes empresas de juguetes y muñecas clásicas, propietarios de Barbie y sus derechos, entre muchos otros. Las acciones de la empresa china aumentaron su cotización un 500% desde la explosión mundial de las Labubus.
En las últimas convocatorias de la Selección Argentina, uno de los motivos de intriga era ver qué look elegían los jugadores al ingresar al predio de Ezeiza. Rodrigo de Paul y Otamendi, acaso, sean los más audaces y a la vanguardia de la moda. En la fecha FIFA reciente, varios ingresaron con bolsos de grandes marcas. Pero Rodrigo de Paul le sumó un accesorio. De su bolso colgaba una Labubu que tenía puesta la camiseta 7 de la selección argentina, su número.
Rihanna también lleva una Labubu especial en su cartera, lo mismo que Cher (para buscar una antípoda generacional, para que se vea que no solo es cosa de jóvenes) y decenas de figuras más de Hollywood, la canción, el deporte. También nenas de primarias que las cuelgan de sus mochilas o les hacen upa al terminar el horario escolar.
Fuente: TN
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Su bebé fue devorada por un animal salvaje pero no le creyeron y la condenaron por asesinato: el caso de la familia Chamberlain
Corría el mes de agosto cuando el matrimonio australiano Lindy (32) y Michael (36) Chamberlain decidieron tomarse unos días de vacaciones. Disfrutaban mucho de la vida al aire libre y pensaron que acampar con sus tres hijos (Aidan,7; Reagan, 4; y Azaria, de solo 9 semanas de vida) en un camping familiar ubicado en Uluru, cerca de Ayers Rock, un lugar sagrado para los aborígenes locales, era una excelente idea. Salieron del pueblo minero Mount Isa, en el que vivían al norte de Queensland, en su auto Holden Torana amarillo. Debían viajar unos 1282 kilómetros hasta el parque nacional ubicado en el centro de Australia. El miércoles 13 de agosto de 1980 cargaron las carpas y todo lo necesario para sus vacaciones y partieron felices.
De haber sabido que abrir la puerta de su casa esa mañana sería abrir la puerta del infierno más temido, jamás habrían traspasado el umbral. Pero la realidad siempre es contrafáctica y volver los segundos atrás solo se puede hacer en las películas.
La religiosa familia Chamberlain
Michael Chamberlain, de origen neozelandés, había llegado a Australia en 1964, con solo 20 años. Se convirtió en pastor de la Iglesia Adventista del Séptimo Día y fue precisamente en el templo donde conoció a Alice “Lindy” Lynne Murchison, quien también había nacido en Nueva Zelanda, el 4 de marzo de 1948. Ella era hija de otro pastor de la iglesia y había llegado a Australia con su propia familia siendo pequeña.
Se enamoraron y todo terminó en casamiento el 18 de noviembre de 1969. Los primeros cinco años de su vida en pareja los pasaron en la isla australiana de Tasmania. Mientras su marido trabajaba como pastor religioso, Lindy estudiaba confección, sastrería y dibujo. Cuatro años después del casamiento nació Aidan. Luego se mudaron a Bowen, en Queensland, donde en 1976 llegó Reagan, el segundo hijo. Y, finalmente, se instalaron en Mount Isa. En junio de 1980, Lindy dio a luz a Azaria. La primera hija mujer. Eran felices con su familia simple, religiosa y sin grandes ambiciones económicas. En Mount Isa ambos trabajaban. Lindy, además de estar comprometida con las labores religiosas de su marido, confeccionaba vestidos de novia por encargo.
Nunca podrían haber imaginado por ese entonces, con sus vidas anónimas y tranquilas, que sus nombres estarían por años impresos en la prensa internacional, que su historia inundaría documentales y que llegaría a la pantalla grande de Hollywood con la película postulada al Oscar Un grito en la oscuridad, con Meryl Streep interpretando a Lindy. Porque su tragedia personal se convirtió en éxito de taquilla y significó dinero para muchos durante décadas. Mientras ellos quedaron sumidos en la desesperación y el desastre.
El dolor de unos, la inspiración de otros y la curiosidad del resto. Como siempre ocurre cuando una historia tiene los condimentos no deseados del horror, la muerte, la intriga, la confusión y los temibles prejuicios.
Una beba de cinco kilos
Luego de tres días de viaje, los Chamberlain llegaron a destino dentro del Parque Nacional Uluru-Kata Tjuta. Fue el sábado 16 de agosto de 1980, por la tarde. Los adultos bajaron los petates, armaron las carpas y se dispusieron a disfrutar de la naturaleza.
A la mañana siguiente, domingo 17, visitaron el monolito de Uluru, llamado la Roca Sagrada, y estuvieron en La cueva de la Fertilidad. Mientras Michael y los dos varones trepaban y se divertían, Lindy llevaba siempre a Azaria con ella. Se sacaron fotos. En una se ve a Lindy sosteniendo a Azaria por los brazos y con sus pequeños pies apoyados sobre esa tierra colorada y remota. Fue en ese recorrido que Lindy observó a un dingo, típico perro salvaje australiano. Son animales que abundan en la zona. Lo espantó con firmeza para que no se acercara a ellos.
La temperatura del día era amable y rozaba los 20 grados, pero cuando caía el sol subía el frío. A las cinco de la tarde se sentaron cerca del calor de una barbacoa para cocinar y conversar con otros turistas del campamento. Lindy tenía sobre su falda a la pequeña Azaria, la beba regordeta y rubia ya pesaba unos 5 kilos. Estando allí, cerca del fuego, Lindy observó a otro dingo y pensó que el animal se había acercado por el olor a carne asada. Michael le tiró un trozo de pan, pero el dingo no le prestó atención y lo dejó tirado.
Luego de comer, a eso de las ocho, Lindy decidió que ya era hora de llevar a Azaria y a Reagan a la carpa para que descansaran. Estaba armada a unos veinte metros de donde estaban sentados conversando. Los acostó, los tapó y cuando estuvieron dormidos fue con Aidan hasta el auto a buscar una lata de porotos. Volvió al área de la fogata con Aidan un poco después. Unos minutos más tarde todos se sobresaltaron con un llanto. Provenía de las carpas de los Chamberlain. Lindy se paró alarmada y fue corriendo a ver qué pasaba. La puerta de la tienda estaba abierta y vio salir, en la oscuridad, a un dingo con Azaria colgando de sus mandíbulas. Empezó a chillar desesperada y corrió hacia Michael repitiendo enloquecida: “Mi dios, mi dios… ¡¡¡Un dingo se llevó a mi hija!!!”.
Esa misma noche tres centenares de personas, entre turistas, voluntarios y guardaparques, comenzaron la búsqueda infructuosa de Azaria hasta la tres de la mañana. Luego, llegó la policía y rastrilló el área.
La madre explicaría, una y otra vez a lo largo de su vida, que ese dingo la había visto y le había gruñido sacudiendo su cabeza con Azaria entre los dientes. Describió con precisión lo que su hija llevaba puesto: un enterito de pijama y un saquito tejido de color blanco.
Las únicas pruebas iniciales que se hallaron fueron unas pocas huellas de un dingo cerca de la tienda de los Chamberlain. Una semana después, un turista encontró cerca del campamento el enterito de Azaria. Estaba enredado en un matorral, desgarrado y tenía restos de sangre a la altura del cuello.
La primera investigación corroboró la versión de los padres: el dingo se había llevado a la hija menor de los Chamberlain. Sin embargo, no sería tan fácil la resolución del horrendo acontecimiento.
La impotencia de que nadie crea lo que sucedió
El caso causó revuelo en todo el país y cruzó fronteras. Tenía ribetes cinematográficos. Una beba, un perro salvaje, una familia joven destrozada. Pero las dudas no demoraron en instalarse. Los expertos empezaron a decir que no había en Australia ningún caso registrado de un ataque de un dingo a un ser humano. Sostenían que si bien estos perros eran salvajes y carnívoros, se solían alimentar de canguros, zarigüeyas o wombats, no de personas. Les parecía imposible que un dingo se hubiese introducido en una carpa para robar a una bebé de cinco kilos y llevársela con el fin de devorarla.
Ciencia ficción, repetían por lo bajo. Por otro lado, las autoridades temían ahuyentar al turismo de los parques nacionales con la increíble historia de los dingos que se comían niños. No querían ese cuco.
El relato de Lindy había empezado a enfrentarse con la piedra de la incredulidad de los científicos y de la cruel opinión pública. Después de todo, murmuraban, Lindy era la última en haber visto a Azaria con vida. ¿Podría ser ella la responsable de algo siniestro? Comenzaron las interpretaciones de la imagen de esa madre. Lindy se veía con el pelo bien peinado, demasiado cuidada para tanta pena, sin llantos desgarrados. La percibían fría y seria. Todos opinaban: la prensa, los ciudadanos, los policías.
Lindy empezó a mutar de víctima a victimaria. Era cuestionada: ¿cómo era posible que una madre llevara a ese sitio a una beba de nueve semanas? Comenzaron a circular teorías disparatadas. Sostenían que era extraño que Lindy hubiera vestido algunas veces —en esos días— a la bebé con una campera negra; debatían cómo podía ser que ella, que había supuestamente realizado una tesis de grado sobre los dingos, hubiese dejado mal cerrada la puerta de la carpa; discutían sobre el hecho de que ellos fueran parte de los Adventistas del Séptimo Día, que pronosticaran el fin de los tiempos. Sus creencias, en esa época, eran consideradas como “sectarias”.
Hubo bastante más. Algunos empezaron a preguntarse si esa mujer gélida no habría sacrificado a su hija en algún ritual desconocido porque ¿cómo podría un dingo transportar en su boca a una bebé de cinco kilos? Además, ¿por qué no había aparecido el saquito blanco que llevaba puesto sobre el enterito que habían hallado rasgado? ¡Un dingo no le podía haber quitado el abrigo para comerla mejor!
Presionada y sin respuestas, la policía viró su lupa y la enfocó en Lindy. Ella podría haberla asesinado y enterrado en algún lugar. ¿En qué se apoyaron para esta acusación? En unas gotas de sangre microscópicas halladas en el auto familiar: más precisamente en la alfombra delantera, en una manija del coche y en un asiento.
La hipótesis que cobró fuerza fue que Lindy la había degollado en el auto de la familia para luego deshacerse del cuerpo y volver a la zona de la barbacoa. A estas alturas todos en su país odiaban a Lindy y la colocaban en la hoguera de las brujas.
Había, por supuesto, unos pocos que defendían a la familia y decían que era ridículo, que ellos habían sido siempre una familia feliz y que Azaria había sido una beba deseada. Los Chamberlain vivían dentro de una pesadilla: habían perdido a su hija y, ahora, eran sospechosos de un malvado asesinato.
El combustible sobre ellos estaba echado. Los prendieron fuego sin contemplaciones.
Fuente: Infobae
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La echaron de su club por un video, ganó miles de dólares como modelo en Only Fans y ahora tendrá otra oportunidad como futbolista
La futbolista inglesa Madelene Wright de 26 años concretó su incorporación al Chatham Town, equipo que disputa la National League femenina. El club oficializó la llegada de la jugadora de 26 años tras una pretemporada en la que el cuerpo técnico evaluó su rendimiento y determinó que podía sumar potencia al frente ofensivo del plantel que participa en la quinta división del fútbol inglés.
Wright, que contabiliza pasos recientes por Leyton Orient, Charlton Athletic y Chesham United, se hallaba sin equipo y entrenó durante la preparación de Chatham Town de cara al arranque de la nueva temporada. Luego de esa etapa, la entidad anunció la firma de su contrato mediante un mensaje difundido en redes sociales: “Le damos una cálida bienvenida a Madelene”, publicó el club de la ciudad de Kent, citado por The Sun.
La noticia de la llegada de Wright produjo de inmediato una activa reacción entre los seguidores y simpatizantes del club. Los aficionados manifestaron entusiasmo por lo que consideran un refuerzo relevante tanto dentro como fuera del campo de juego. Entre los mensajes destacados, uno expresó: “Ahí tenés aumentados los seguidores en Twitter y la asistencia”, mientras que otro consultó sobre el precio de los abonos de temporada del club ante la expectativa generada por la presentación de la delantera.
La futbolista desarrolló buena parte de su trayectoria en divisiones del fútbol femenino británico, donde se ha desempeñado principalmente en posiciones de ataque. Sin embargo la futbolista inglesa fue despedida de su club anterior, Charlton Athletic, luego de la viralización de videos polémicos publicados en Instagram, donde se la veía en situaciones consideradas inapropiadas por la institución.
En las imágenes se la puede ver a Wright en el asiento trasero de un auto, mientras uno de sus amigos se encuentra adelante junto a un perro, que se muestra al volante. En otro video, un chico aparece con una de champagne y varias jóvenes que serían amigas de Madelene inhalaban globos.
“Como club, estamos decepcionados con el comportamiento que no representa los estándares que mantiene el equipo”, indicaron desde el Charlton Athletic Women’s Football Club. Tras la cancelación de su contrato, Wright reconoció: “Cuando todo sucedió, también entendí a cuántas personas había decepcionado. Me sentí culpable, avergonzada y decepcionada de mí misma por haberme mostrado bajo esa luz”.
Tras el episodio, la futbolista inició una etapa como modelo de OnlyFans y, según declaró, logró ingresos superiores a 500.000 libras esterlinas (más de 670 mil dólares), además de trabajar con distintas marcas y en redes, lo que incrementó su notoriedad pública. Este canal se convirtió no solo en una fuente de exposición sino también en una vía de ingresos paralela a la actividad deportiva, ya que Wright mantiene una presencia consolidada en plataformas sociales, donde reúne una amplia comunidad de seguidores.
Wright declaró que, a pesar de sus dudas iniciales sobre vincularse a la industria del contenido para adultos, considera que tomó la decisión adecuada respecto a su carrera personal y profesional. Por ello, seis años después de alejarse del fútbol profesional, aceptó el ofrecimiento del Chatham Town Women para la próxima temporada.
La llegada de Wright representa al club una oportunidad para incrementar el flujo de público a los estadios en un contexto en el que el fútbol femenino inglés experimenta un crecimiento sostenido. Los comentaristas y fanáticos estiman que la repercusión digital de la deportista —sumada al interés que despiertan sus actividades fuera del césped— puede traducirse en mayor visibilidad para la competencia de la National League y aportar recursos a la institución tanto por venta de entradas como por la promoción derivada del impacto en las redes.
La National League, escalón intermedio de la estructura del fútbol femenino en Inglaterra, compite por ganar terreno y atraer audiencias frente a la Súper Liga y la Championship. En ese marco, la dirigente de figuras cuyo perfil trasciende el campo de juego constituye una estrategia para potenciar la adopción de nuevos públicos y redefinir los criterios de convocatoria en los clubes de la categoría.
Fuente: Infobae
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Quedó paralítica tras ser aplastada por un hombre que cayó sobre ella en un shopping: “Mi desafío son las batallas diarias”
El 17 de octubre de 2018, Grace Spence Green, de 22 años, estudiante de medicina de cuarto año, caminaba por el hall del centro comercial Westfield en el este de Londres hacia la estación de subte. Un día más en su vida londinense. La chica seguro pensaba en lo que haría el fin de semana, mientras tomaba de su vaso de café. En ese momento, un extraño saltó de cabeza desde el balcón del último piso e impactó en el cuello de la chica.
Grace amortiguó la caída del hombre y, por lo tanto, le salvó la vida. Pero la caída le rompió la médula espinal. Quedó paralizada de por vida, del pecho para abajo. Green recuerda una vibración en la atmósfera y un golpe que no alcanzó a anticipar.
La joven fue trasladada a un hospital con la médula espinal destrozada. Los médicos hablaban en frases técnicas. Ella sentía el crujido del pánico en su pecho, mientras no sentía las piernas.
—¿Por qué yo? —alcanzó a preguntar alguna vez a una enfermera, mientras el dolor se abría paso más allá de los términos clínicos.
La respuesta —si la hubo— nunca la consoló. Desde entonces, la existencia de Grace Spence Green se instauró en una tensión constante entre un pasado intacto y un presente trazado por el límite de su movilidad.
El accidente que dividió su vida
En los días siguientes al accidente de Grace en 2018, los titulares se sucedieron con su historia. The Guardian relató la extrañeza: una mujer joven, estudiante de medicina, paralizada no por un accidente planeado ni un descuido temerario, sino por un azar retorcido: el cuerpo de un extraño cayó y la aplastó.
—¿Sientes rabia hacia él? —le preguntaban muchas veces, periodistas y amigos, con una curiosidad casi infantil.
—No —respondió ella, la voz paciente—, porque no creo que ese hombre quisiera arruinar mi vida. Lo suyo fue una desesperación. Yo terminé envuelta en ella, pero no puedo transformar eso en ira.
Nunca conoció a ese hombre —su nombre permanece fuera de su biografía que acaba de ser publicada en Reino Unido. En el hospital, mientras la realidad se precipitaba como sal sobre heridas recién abiertas, los médicos dibujaron el nuevo mapa de su cuerpo. La médula completamente seccionada, la imposibilidad de volver a caminar, la vida atada a una silla de ruedas, el pronóstico irreversible.
“Yo era médica en formación, y de pronto me convertí en paciente para siempre”, diría años después, cuando aprendió a narrar el dolor con una honestidad quirúrgica.
La reconstrucción tras el derrumbe
Grace nació y creció en Londres. Cursó la universidad con la decisión de quien ve en el cuerpo humano un enigma fascinante. La medicina la seducía como ciencia y también como la posibilidad de servir, de comprender cuerpos ajenos y de habitar la fragilidad de los pacientes. El accidente trastocó brutalmente su físico y la relación con la vocación.
En los primeros meses posteriores, Grace atravesó etapas de rehabilitación, ejercicios infinitos y conversaciones que parecían girar en bucle alrededor del concepto de normalidad. Le preguntaban si luchaba contra el resentimiento. Le aconsejaban paciencia y optimismo, como si estos fueran escudos impermeables.
“La gente te dice que soy valiente e inspiradora, pero no quieren mirar de cerca el dolor o la imposibilidad cotidiana -confesó en una entrevista-. El verdadero desafío está en las pequeñas batallas diarias. Atarse los zapatos, subir a un colectivo y enfrentar miradas que se quedan estancadas en la lástima o en la incomodidad”.
—No me ignore, pero tampoco me compadezca —escribió en uno de los textos que luego poblaron columnas y plataformas dedicadas a la discapacidad.
En un café de Camden, Grace se enfrentó al primero de los muchos obstáculos burocráticos. Completar permisos, formularios para adaptar una vivienda y los exámenes médicos que ahora eran parte inseparable de su agenda. El mundo, advierte, rara vez está construido para quienes se desplazan en silla de ruedas.
Entre preguntas intrusivas y la búsqueda de sentido
La historia de Grace Spence Green se volvió, sin proponérselo, una serie de preguntas incómodas. “¿Podés tener hijos?”, “¿Sentís algo en las piernas?”, “¿Te duele estar así?”. A veces las preguntas sonaban a lástima. Otras, a una inquietud morbosa escondida tras la cortesía.
A todas respondió con la misma franqueza: —Sí, puedo sentir con el cuerpo, pero no como antes. Sí, puedo tener relaciones sexuales. Y sí, a veces todo esto me resulta insoportable, pero vivo. No, no estoy ‘rota’.
Sus redes sociales, lejos de convertirse en templos de autoayuda, se transformaron en espacios de denuncia y pedagogía: “La discapacidad no es una tragedia. La tragedia es una sociedad que nos coloca en los márgenes”.
Grace decidió no retirarse de la medicina. Tras años de reconstrucción física y emocional, regresó a las prácticas hospitalarias. Examinó, diagnosticó, tocó cuerpos ajenos sin que los pacientes supieran, de inmediato, la historia detrás de la mujer en la silla de ruedas.
—Al principio, los colegas me miraban como si debieran protegerme. Pero yo necesitaba seguir con mi vida —relata.
“Me preguntan si hubiera preferido que no ocurriera el accidente. Por supuesto. Pero eso no significa que hoy no pueda encontrarle sentido a mi existencia”, resume, con una voz que oscila entre la serenidad y la obstinación.
El cuerpo, la ciudad y la autonomía pactada
Londres persiste como escenario y antagonista. Cada calle, cada estación, cada tienda, recuerda a Grace la arquitectura hostil que enfrenta. Las rampas de acceso que son meras insinuaciones, los ascensores perpetuamente descompuestos, los baños públicos diseñados con desprecio. “La ciudad sólo es hospitalaria hasta cierto punto. Después, sobrevives por la terquedad”, apunta.
En 2019, decidió escribir para responder a la invasión de preguntas. No sólo por catarsis, sino para relatar el modo en que el dolor puede transformarse en fuerza. Surgió así su primer libro, “To Exist: Don’t Ignore Me, But Don’t Pity Me Either”, un título que exige a la vez visibilidad y dignidad, rechazo del victimización y del olvido.
Su escritura —precisa, casi quirúrgica en las observaciones— desmonta los lugares comunes sobre la resiliencia. No se presenta como heroína, sino como ciudadana exigente: “No soy inspiradora por sobrevivir. La inspiración, si la hay, debería dirigirse a quienes luchan para cambiar un sistema hostil, no a quienes se adaptan individualmente”.
Diálogos que desafían los límites de la empatía
Grace suele recordar dos escenas. Una, en la sala de fisioterapia, cuando una voluntaria de mirada compungida dejó caer la pregunta clave:
—¿No te gustaría poder levantarte y caminar una vez más?
La respuesta llegó, firme:
—Por supuesto. Pero lo que más querría es que la pregunta no fuera necesaria, que mi vida no se definiera por lo que no puedo hacer.
La otra escena, en el hospital, la protagonizó un cirujano anciano, escéptico ante su regreso a la práctica médica:
—¿Podrás manejar situaciones de emergencia? Pensá en los partos, en los procedimientos complicados.
—Puedo hacerlo —replicó ella—. Y si no, encontraré la forma.
La línea roja invisible
El presente de Grace Spence Green es, en palabras de la propia autora, una estación de paso, no un destino. “No busco una redención ni que me consideren un caso de éxito. Lo que pretendo es vivir plenamente y contribuir a que otros lo hagan sin que su diferencia se les vuelva una condena”.
En los años posteriores al accidente, participó en campañas por la accesibilidad, dio charlas en universidades y asumió la incomodidad de quienes la miran como si su vida fuera un espejo de sus temores. En cada gesto, desmonta el binomio de la lástima y la admiración gratuita.
“No me superé. Simplemente sigo aquí”, repite cuando la interrogan en público.
Los médicos hablaron de un milagro —sobrevivir a la caída de un cuerpo en tránsito—. Pero Grace Spence Green desconfía de los milagros, como desconfía de las moralejas.
En el vagón de un tren de Londres, entre anuncios sobre tarifas y la cadencia eterna del tráfico, una mujer joven revisa su agenda médica y sueña, con la terquedad del que se niega a aceptar la exclusión, con una sociedad donde nadie la mire ni con compasión ni con asombro por el simple hecho de existir.
Fuente: Infobae
